jueves, 21 de junio de 2012

ELDA1:Acoso. PRÓLOGO

    La calle subía rodeando las viejas naves del polígono industrial. Era de noche, y tan solo algún coche pasaba de rato en rato por aquel lugar, frenando al cruzarse con ella para observar a la joven belleza que su ajustada ropa mostraba con agrado. En las callejuelas que de vez en cuando se abrían a su derecha, oscuras y solitarias en casi todos los casos, a veces se podía vislumbrar la débil luz del interior de un vehículo, mostrando las siluetas de cuerpos en lascivas posiciones. Cada vez que contemplaba alguna de aquellas escenas, más comunes de lo que algunos podían imaginar, se paraba durante unos breves instantes y luego continuaba su camino soltando alguna carcajada de orgullo. Sabía perfectamente qué había provocado que el ser humano caminara hacia su total perdición... y aquello le hacia gracia.
    De vez en cuando, cuando ya apenas quedaba cuesta que subir, algún gemido llegaba hasta su desarrollado oído, proveniente de algún callejón dejado atrás o del olivar que crecía y se extendía más allá del otro lado de la carretera. No podía evitar pensar que quizá aquellos amantes nocturnos se afanaban al placer del momento al intuir que tal vez no habría más oportunidades para disfrutar de la compañía de otros.
    Otro coche la adelantó despacio, casi al mismo ritmo que su tranquilo paso, y cuando ya la había superado en unos cincuenta metros, la cabeza de un hombre cincuentón asomó por la ventanilla del copiloto vociferando todo tipo de obscenidades que su alcoholizada mente imaginaba. De nuevo un sentimiento preñado de pena y ridículo provocó una sonrisa en el rostro de la joven. “No sabéis quién soy”, pensó mientras observaba al coche alejarse, “Pero yo haré que lo sepáis, y entonces no bravuconearéis ni os creeréis más fuertes que una simple hormiga. Pues sabréis que vuestro fin ha llegado y lloraréis a mis pies, suplicando y sollozando por vuestras patéticas existencias”.
    El sol asomó a su espalda, iluminando los primeros edificios que surgían ante de ella, al acabar la zona industrial. La actividad comenzó con rapidez, y antes de que la esfera amarilla del astro hubiera abandonado por completo la línea del horizonte, el pueble apareció yendo de un lado para otro, subiendo y bajando de los coches y cruzando las calles. Les observó en silencio, continuando su camino hacia donde su especial percepción imponía. Su singular aspecto, a la vez tan atractivo y tan sobrecogedor, provocaba distintas reacciones en el resto de transeúntes, lo que alimentaba su ego y arrojo ante el proyecto que ya había iniciado.
    Las calles de la zona vieja de la ciudad a la que dieron paso los edificios de pisos que la circundaban por la zona este eran estrechas y estaban mal pavimentadas. En ellas todavía quedaban restos de la actividad nocturna juvenil de la noche que acababa de pasar. Era el primer domingo de septiembre. El otoño acababa de empezar con la caída de las hojas, y si sus planes llevaban buen camino, nunca más volverían a vestir las copas de los árboles.
    Al fin llegó al destino que su instinto marcaba. Frenó sus pasos frente a los jardines que separaban aquellos edificios del parque en que se encontraba. Observó varias veces las terrazas de los pisos que asomaban del resto de la construcción, con sus plantas creciendo verdes, en una armonía y tranquilidad que nunca había observado antes. Los pocos que aún no habían partido hacia su trabajo salían con calma de aquel pequeño barrio, dejando a la mayoría descansando aún en sus camas, y aún en menor número algunos trasnochadores arrastraban sus pies hacia los portales de cristal.
    Avanzó un poco y se sentó en un banco de aquel sencillo parque. Contempló como todo parecía tener un orden lógico, y nada escapaba de aquella serenidad, ni los arbustos bien cortados por las manos expertas de viejos jardineros ni las blancas aceras que poblaban los arenosos pasillos que cruzaban el rectangular jardín. En uno de los bancos de esos pasillos se encontraba ella, con las piernas cruzadas sobre sus tablas y el pecho reposando en su respaldo. Colocó su cabeza sobre los brazos cruzados sobre el propio respaldo y continuó estudiando aquel lugar.
    Tal vez era cierto que estaba allí. Tal vez al fin le había encontrado. Ahora sólo quedaba por comprobar si no lo habían hecho otros antes que ella. Sin embargo, que no estuviera solo únicamente prolongaría un poco más la conclusión de su plan, e incluso lo haría más entretenido.
    Irguió su espalda mostrando todo el esplendor de su figura y tras reconocer su éxito comenzó a reír. Su risa quebró la armonía del parque, y una rama de un arbusto se quebró y se escuchó el lamento de un perro desde una fría terraza. “Esperadme, pronto os arroparé bajo mi manto...

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